EL LIMBO CENTROAFRICANO
Capítulo VIII: Persecución

EL LIMBO CENTROAFRICANO: Persecución

Las víctimas de la guerra, las personas desplazadas por la violencia, no tienen por qué ser neutrales. Al contrario: su traumática experiencia se centra en el verdugo, en el culpable. Pero en muchas ocasiones, esas personas no sienten que sea un grupo, un bando o una milicia quien les persigue, sino la propia guerra, la guerra que nadie es capaz de parar, la guerra cuyos crímenes quedan impunes.

Estamos en el campo de Basara, en el norte de RCA. Aquí hay apenas unas 3.000 personas que se refugian en chozas hechas de hoja de palma. Pese a la precaria situación en la que están, no hay demasiadas quejas. Han sobrevivido, han huido hace poco. La mayoría de las personas que hablan en estas crónicas escaparon de la guerra en su apogeo, entre 2013 y 2014, pero este campo es diferente.

Aquí no es raro que muchas familias se hayan visto desplazadas en varias ocasiones. Doble, triple desplazamiento. La guerra las persigue; y el culpable no siempre ha sido el mismo grupo armado.

Estas son las condiciones de vida en el campo centroafricano de Basara (© Anna Surinyach).

Por ejemplo, Ashta Ahmad, musulmana de 21 años. La primera vez que huyó de las armas, con su marido y cinco hijos, fue en agosto de 2015, de Kalkuda a Batangafo, debido a los combates entre las milicias cristianas anti-Balaka y la coalición islámica Séléka. Hace tres meses hubo combates más al sur, en Batangafo, esta vez entre diferentes facciones de Séléka, y huyó de nuevo. “Aquí la situación es muy difícil: mi marido va al campo a trabajar para la gente autóctona y yo voy a buscar leña. Pero aquí me siento más segura. De momento, no nos movemos”.

O, por ejemplo, Ester Asalta, viuda de 40 años. También es de Kalkuda. En 2012, huyó de esta localidad debido a los combates entre milicias cristianas e islámicas. Ella lo logró, pero su marido fue abatido por hombres armados en la ruta.

Ester es viuda y desplazada. Lucha por seguir adelante (© Anna Surinyach).

Como Ashta, como tantas otras en este campamento, hace tres meses se vio obligada a huir de nuevo de la guerra, esta vez de los enfrentamientos entre facciones de Séléka, de la dinámica endiablada de este conflicto. Ahora está más tranquila, porque su familia, sus siete hijos que debe sacar adelante, están a salvo. La relación con la comunidad autóctona es difícil, dice. Ella trabaja duro en el campo, pero le dicen que no lo hace bien. Más tensiones: solo hay un pozo, está en el pueblo y no en el campo, y eso genera animadversión entre la comunidad local y la desplazada. “Ellos también la necesitan”, dice Ester mientras baja la cabeza. “¡El problema es el agua!”, interviene una de sus vecinas, que escucha la conversación.

Pero pese a todo, Ester insiste: su vida es mejor que antes. “No sé si llegarán aquí los combates, pero si lo hacen, volveré a marcharme hasta llegar a un lugar tranquilo. No pienso quedarme en un lugar en el que haya violencia”.

Un niño duerme sobre una esterilla en el campo de Basara, en el norte de RCA (© Anna Surinyach).

Un combate, un desplazamiento. Otro combate, otro desplazamiento. Un año, otro año y otro. Ashta, Ester: perseguidas por la guerra, de pueblo en pueblo de este país olvidado de África.